La history al revés

La historia al revés

Desde aquella vez, la primera, él divisó su sonrisa entre cabezas y rostros en la multitud. No la conocía, pero el encuentro ya había sido planificado y tildado de necesario. “¿Así que tú eres Mariano?”, le dijo ella. Su voz estaba acompañada de unos ojos tibios, una nariz pequeña, un abundante cabello oscuro. Él sonrió cuando le dijo: “Mariano, a tus órdenes”, y no solo le
tomó la mano, sino que se la besó, sin quitarle la vista de encima. Ella no pudo hacer otra cosa que soltar una carcajada, pero ese leve roce de sus labios en la piel la estremeció. La gente volvió a alejarlos, pero la idea de la reunión ya apuntada en su agenda le dio la tranquilidad para no seguir buscándola en cada ángulo del salón.

En aquella reunión no se estaba diciendo nada nuevo, ella seguía atisbando sus ojos, los mismos que la tranquilizaban y a la vez le provocaban brincos en el pecho. ¿Será correcto pedirle que salgamos por un café?, pensó cuando él no la miraba. Era a todas luces imposible que pudieran tener un momento a solas para hablar de ellos. La reunión fue un marasmo de detalles
anotados en actas y él salió corriendo pues, por más avanzada que fuera la noche, tenía otro compromiso después.

El día del desfile por Fiestas Patrias casi ni lo vio, se convocó mucha prensa, como ameritaba el acto protocolar. A ella le costaba mucho ir en vestido, le parecía una tontera, se sentía incómoda con tacón alto. ¡Yo con tacón!, se recriminaba. Pero era el costo de ser un personaje público. Para él se veía preciosa, a pesar de que se notaba su incomodidad. Le llamaba a una gran ternura esa combinación de niña obediente con espíritu revolucionario.

Se obligó a sí misma a no pensar, a olvidar el nerviosismo y el resplandor de su mirada. Al caminar por la avenida Abancay, intentando llegar lo antes posible a la parada del bus, sintió que alguien le tocaba el brazo, se giró con enojo y levantando el puño.

Él se asustó al darse cuenta que ella estaba a punto de pegarle, se cubrió con las manos apresurado y gritó “soy yo”. Fue la única vez que él la oyó decir una grosería. “¡Mierda!”, le increpó por no pasarle la voz. “Si te estoy gritando hace dos cuadras”, le explicó. Pero no lo podía oír entre los viejos motores rugiendo y el murmullo incesante de la gente que va y viene. Caminaron al Cordano. Una buena conversación, un café y un pan con queso mantecoso bastaron para aliviar el enojo.

Se hizo cotidiana esa salida casual de lunes por la tarde en que ella volvía de la casa comunitaria y él de la oficina donde hacía trabajos a destajo. Aunque sea difícil de creer, no se rozaron más allá de ese beso en la mano, aquella primera vez. Ambos huían al contacto porque sabían que el encuentro sería definitivo.

Él recorría con la mirada cada poro, cada peca, cada vello invisible de su piel. Ella disfrutaba de su olor a canela y champú, de su aliento a manzana, del tono grave de su voz. A él le excitaba la pasión con que exponía sus ideas, la indignación que le sonrosaba las mejillas y la tira de su sostén que aparecía y desaparecían según sus movimientos. A ella le interesaba la manera calculadora en que analizaba las situaciones, cómo encontraba la fuente de los conflictos y una posible solución. Reían como un encubrimiento del llanto. Se lo dijo luego de un mal chiste de curas, una tarde fría de agosto: “te amo”. Ella ni se sorprendió, ni la hicieron feliz las palabras que ella misma había detenido en la punta de la lengua tantas veces. No podía dejar de repetirse que, a pesar de amarlo, lo suyo era imposible.

Él entendía la situación; ella tenía una pareja, él también, debían enfrentarlos a ellos y a la sociedad, al prejuicio, a la falta de comprensión. Imposible no, complicado. Mucha gente implicada. Dolores que opacarían la alegría de estar juntos. “Yo también te amo”, respondió luego de haberle esquivado la mirada, pero sonó como una frase triste. Lo era. Él añoró su sonrisa juguetona
perdida en la multitud, a donde en apariencia pertenecía.

Se aventuraron a esa verdad que no podían eludir. Ella intentó de muchas maneras decirle a Susana, su esposa, pero no había forma, las palabras no le salían. Ante los rodeos de Mariano, Julio fue el que le increpó “¿te has encamado con otro, verdad?” Cuando le habló de Liliana le restó importancia, volvió al libro, a la semi penumbra de su lado de la cama. “Ya se te pasará”,
sentenció. Cuando Susana la encontró llorando pensó que era cáncer. No. Es Mariano. Susana le dijo “menos mal, pensé que era algo grave”.

La decisión tuvo que darse de una vez y, en definitiva. Salieron cada uno con una maleta pequeña y se alojaron en una habitación lejos del centro. Se quedaron sin trabajo, sin amigos. Tocaron varias puertas y se les cerraron. Cada día lidiaban con las llamadas desesperadas de Susana y Julio, respectivamente. Estaban agotados, hambrientos, indignados.

Ella se había conseguido un puesto de mesera y él de dependiente de una librería. Como no funcionó el aislamiento para persuadirlos, entonces vinieron las razones psicológicas. Seguramente era un momento de confusión en su identidad, quizá un trauma de la infancia o alguna pulsión autodestructiva la que los llevaba a vivir esa abyección, a alejarse de la natural atracción
que las personas sentían por sus iguales. La reproducción era una cosa aparte, pura necesidad de sobrevivencia, para eso estaban los bancos y la obligatoriedad de que todo hombre y mujer saludable donara al menos una vez sus semillas. Un trámite incómodo, pero necesario. Unirse movidos por el amor y correr el riesgo de engendrar era algo escandaloso, ¡la cantidad de bebés que poblarían la tierra!

No les iba mal. Sacaban lo que necesitaban para vivir, pero esa no era la vida que querían. No tenían asideros. Pronto empezaron a pelear entre ellos, a fijarse solo en los pequeños detalles molestos. Así de simple. Llegaron a lo más hondo, a lo más oscuro, a la oscuridad del sombrero.

Como eran piezas clave del gobierno, los de abajo los perdonaron y los de arriba se hicieron de la vista gorda. Nuevamente se vieron en una reunión muy concurrida, cada uno de un lado de la sala, con los ojos bien puestos en los apuntes. A la salida, dos carros aparcados los esperaban para llevarlos a casa. Ninguno de los dos se dirigió la mirada.

Aquel lunes, en el Cordano, en su último encuentro a solas, el pan con queso se quedó intacto, el café se enfrió. Quiso besar su mano y ella se negó a ese contacto. Cualquier posible acercamiento hubiera sido fatal para la historia.