El mar
“¿Ves? ¡Es el mar!”, le dice la señora, al tiempo que camina hacia el ventanal. Delante se extiende la costa de punta a punta. Linda se queda quieta en el marco de la puerta. La señora, con las manos en la cintura, la mira con reprobación.
“No me gusta el mar”, se siente obligada a decir, con los ojos puestos en el piso de parqué.
“¡No te gusta el mar!”, exclama la señora casi gritando. Vuelve los ojos hacia la ventana y añade bajito: “A mí me encanta el mar”. Es evidente que su expectativa de compartir con Linda un sueño largo tiempo añorado, se ha esfumado.
“Y si se sale…”, menciona ella con temor, con los ojos todavía fijos en el suelo. La señora comprende. Abre la mampara y ahora el movimiento de las olas a lo lejos está acompañado de un rumor, de piedras, de algas, de sal.
“Es cierto que eso puede ocurrir, pero no porque sí. Si hubiera un terremoto muy fuerte, como el de Nazca, habría peligro, pero estamos arriba, mucho más alto que el mar. De todos modos, sonarían las sirenas y tendrías que evacuar”.
“¿Para dónde?”, se apresura a replicar Linda con interés, pero sin abandonar su temor, ni su lugar bajo el umbral.
“Pues, lo más lejos posible, en sentido contrario al mar, hacia el mercado. Ahora te enseño hacia dónde”, le dice con un gesto maternal. Linda se atreve a caminar más cerca del balcón y ambas miran hacia el horizonte donde el mar nunca se acaba.
La señora entonces se pregunta por qué le gusta tanto el mar y vuelve a su infancia, a los domingos en Pucusana, kilómetro 60 de la Panamericana Sur, cuando a pesar de todo esfuerzo, llegaban siempre al medio día, a la hora más caliente y más concurrida, descendían la calle que daba al malecón, oteaban el mar tornasolado, plateado, incesante, y buscaban un rincón entre el
batallón de sombrillas. No se iban hasta que el último rayo de luz desaparecía detrás de la estela dorada, en la superficie del agua. Había que salir corriendo para encontrar menos tráfico en la carretera, pero era inútil. Piensa en la fuerza del mar, su poder, cuando se está cerca, la calma del vaivén, cuando se está lejos. Esos domingos por la noche al volver de la playa, el rumor de
las caracolas, el movimiento de las olas, acompañaban sus sueños.
Linda no tiene ningún recuerdo del mar; allá en las alturas, el agua cae de arriba, no es preciso que se almacene tanta agua junta, salada, inservible para cocinar o para regar. Las cochas no hacen ruido, es el viento que ulula cuando las atraviesa. Se mueven quedito. Es agua buena, es agua que se filtra de las venas de la tierra, la Mama Pacha. Se pregunta si también en el mar se
espejean las nubes y el azul del cielo. Aunque ahí en la costa no hay ni el color, ni la textura de las alturas. Esa brisa húmeda se le mete al cuerpo, la enmohece. El mar para ella no tiene ninguna utilidad, ningún propósito ni ventaja, ningún sentimiento, sólo si fuera pescadora, pero no lo es. El mar, el mar no le dice nada.
Al día siguiente la señora muy temprano la deja en el departamento para que haga una limpieza a profundidad antes de la mudanza. “No te preocupes Linda, nada va a pasar. Te llamo en un rato por si necesitas algo”. Se va con el bolso de mariposas amarillas que a Linda le parece demasiado llamativo, pero que en el fondo le gusta tanto por eso, porque ella nunca llama la atención,
sólo sabe pasar desapercibida. Deja para el final el balcón, sacude, barre, trapea, encera en un silencio interior que cada tanto se ve perturbado por el sonido del mar. De reojo mira por la ventana y ahí está, ahí sigue, moviéndose. Escucha que la llama “Lin-da”. Cuando las olas arrastran las piedras, se alarga el llamado, se escucha “Linnn-daaa”, otras es solo un eco, que repite “Lin-da-lin-da-lin-da. Linn-daaa”.
Los cargadores de la empresa de mudanzas invierten la jornada en traer los muebles de la casa vieja. En la tarde, la señora pide a Linda que se quede, que le pagará extra, pero ella imperturbable dice que no puede; apura las palabras con impaciencia y enojo. La señora la deja ir. La conoce lo suficiente para no insistir cuando a Linda se le mete una idea en la cabeza. Le hubiera
parecido que la timidez y el orgullo son incompatibles si no supiera que en Linda se complementan. Es eficiente y minuciosa pero no es amable, ni han logrado la empatía que las lleve más allá de una relación laboral. A la noche llegan amigos a darle una mano, hacen una pequeña tertulia, descorchan un par de botellas de vino y meten al horno algunas pizzas.
Al día siguiente, Linda llega un poco tarde porque le cuesta acostumbrarse a la nueva ruta de micro que debe tomar. Se equivoca de carro y termina a varias cuadras de distancia. Camina porque no quiere pagar más. Piensa hacer eso siempre, pero le ha pedido a la señora el doble del pasaje argumentando que debe tomar dos carros. La señora no le discute, siente todavía el efecto del alcohol y de la mala noche. Decide tomarse la mañana y quedarse en casa a terminar de ordenar. Le encarga a Linda varias tareas que ella escucha con un mohín en los labios y la ceja levantada pero que luego cumple al pie de la letra.
Cuando Linda se retira, la señora está sentada en el balcón con un libro; de tanto en tanto levanta la vista y la deja fija en el horizonte. ¡Cómo puede leer con ese incesante llamado, con ese ruido!, piensa Linda. Eso de querer tanto al mar le parece una rareza incomprensible. La señora se deja envolver por el rumor, le gusta ese sonido acompasado, las piedras que son arrastradas
y devueltas, arrastradas y devueltas, esa monotonía la tranquiliza, la arrulla. Antes le causaba melancolía.
Linda camina unos pasos en la acera, se da cuenta que está todo en silencio. Voltea hacia el mar, ve una gran hendidura vacía, sin agua, que deja al descubierto rocas, un terreno irregular y desechos, una cantidad indescriptible de basura. Retrocede de a poco, despacio, porque divisa a lo lejos algo confuso que a medida que está más cerca reconoce como una ola gigantesca. Empieza a caminar para atrás, más aprisa, pero sin dejar de mirar, como hipnotizada por esa visión terrorífica. Tira la cartera, corre y grita, sin saber si va en la dirección correcta. Está segura que la ola está a punto de alcanzarla, corre y cae. Se ovilla sin silenciar el terror de su voz y entonces
se despierta sudorosa en su pequeña habitación a oscuras.
“¿Otro par de guantes? ¿No te he comprado unos la semana pasada?”, le increpa sin comprender cómo hace Linda para destrozar un par de guantes cada semana.
“Es que me trajo los equivocados”, dice ella con su voz altanera.
“Entonces enséñame cuáles son los que quieres”, le pide con paciencia la señora. Linda saca de su bolsillo un par de guantes muy delgaditos, quirúrgicos.
La señora la mira con tristeza. Son los guantes que usaba la enfermera para bañar a su padre meses atrás, cuando aún estaba vivo. Por eso había dilatado la mudanza, no quería dejarlo solo y en el nuevo departamento no había espacio para los dos y la enfermera. El recuerdo de la muerte de su padre todavía fresco le impide replicar. Pero empieza a observar que Linda usa
los guantes para todo, hasta para picar las verduras. Cuando se atreve a preguntarle por qué, le responde enojada que para evitar llenarse de humedad. “¡Pero si la humedad está en toda la ciudad! Esta es una ciudad que respira agua”. Linda vuelve la mirada a la tabla donde tiene ya una hilera de zanahorias en cuadritos simétricos.
Después de los guantes, Linda necesitó mallas que le cubrieran tanto las piernas como los brazos, argumentando que la humedad le hacía doler los huesos. Pasado un mes, parecía más una enfermera neurótica que una empleada doméstica. Entonces empezaron los gritos. La primera
ocasión, creyó escuchar voces y se asomó a la cocina, pero estaba Linda sola lavando los platos. La señora dedujo que el golpe de los platos entre sí le había producido la impresión de alguna voz. En la siguiente ocasión, entró a casa y escuchó a Linda gritando “cállate, ¿es que no puedes parar?” y luego un golpe que la alarmó. Cuando la encontró en la habitación barriendo y moviendo la cama, buscó al interlocutor de esas palabras, pero no había nadie. “¿Con quién
hablabas?”. Linda se quedó quieta y en silencio, con la escoba en la mano. “Con el mar, pues”, respondió enseguida. “¿El mar? ¿Al mar lo mandas a callar?”, le preguntó la señora deteniendo la risa. “Sí. Es que ese condenado no deja de llamarme, no deja de gritarme. Linda. Linda”, acto seguido ya había vuelto a coger la escoba con furia para no dejar espacio a réplica. A la señora le quedó claro que no era un llamado que le gustara.
“¿Cómo te sientes Linda?”, se atreve a preguntarle después de observar su raro comportamiento. Linda la mira con desconfianza. “Siéntate y cuéntame”, le dice con cariño.
Linda empieza una perorata en la que se mezclan una serie de incongruencias respecto de lo que el mar le hace cada día: la llama, la persigue, la moja, la enmohece; pesadillas en las que una ola gigantesca la devora; y, la angustia por un olor a pescado que ella cree ya no se puede sacar de encima. La señora no le discute. Asiente empezando a dimensionar la gravedad del problema.
Linda se va mucho más tranquila al haberle contado a la señora su martirio. Después de dos horas y media en el micro, llega a bañarse y descansar. Enciende la televisión para simular una compañía que no tiene, mientras teje chompas de un mismo color. Cuando se dispone a dormir, siente un ruido extraño, como si alguien rascara algo. No, se corrige, es como si alguien
arrastrara piedras. Pero vive en el arenal y ahí no hay piedras que arrastrar. Será el viento, se dice a sí misma, ¡si no habrá viento en ese lugar! Se siente humedecida y entonces el ruido se le hace más nítido. Es el mar que la ha perseguido hasta ahí.
A la señora se le presenta un viaje de trabajo y debe dejar la casa a cargo de Linda. Aunque le preocupa el efecto nocivo que el mar ha tenido para ella, no queda otra opción. A Linda tampoco le hace ninguna gracia quedarse a solas con el mar. Se le ocurren fantasías terribles, como si el mar ya hubiera cobrado la forma y el cuerpo de un ser maligno, capaz no solo de gritar y perseguirla, sino de atraparla, devorarla, agredirla, quizá poseerla. Así que el primer día a solas llega precavida con un rodillo de madera en el bolso que al entrar enseña a las olas, a través del vidrio de la mampara. A cada paso que da, va llevando consigo el rodillo, por si acaso. Después de haber lavado y regado las plantas sin ningún ruido extraño, ni llamado obsesivo, siente que lo ha dominado y que ahora es él, el mar, quien le teme.
En los siguientes días, solo levanta el bolso al entrar, como si llevara el rodillo dentro, pero en realidad lo deja en casa, porque cargarlo dos horas de ida y dos de vuelta, en un micro atiborrado de personas, no es cosa de nada. Y es entonces que la alarma encontrar entre sus piernas residuos de arena, en sus calzones una humedad salada y en su piel manchas verdosas o marrones
que oscurecen su blancura. Esa cualidad líquida y efímera del mar hacen sus intentos de defensa, su rodillo, sus guantes, sus mallas, sus gritos, inútiles. Linda se sume en una terrible sensación de derrota, como si tuviera la cabeza sumergida en un sombrero insondable.
Cuando la señora regresa de su viaje encuentra la casa descuidada y las plantas secas. Linda ha desaparecido. El portero del edificio le informa que siguió yendo a hacer limpieza la primera semana, pero que luego ya no la vio más. Le confiesa que le gustaba y que la había ido a buscar alguna vez a su pensión. Pero con buenas intenciones, acota. Es así como se ha enterado que
Linda abandonó su habitación y se fue, nadie sabe a dónde.
La señora sí lo sabe.