Cupido satánico

Cupido satánico

Estoy convencida que mi vida hubiera sido miserable, –condenada a la culpa, a la insignificancia, a la soledad, a la dependencia–, que hubiera surcado un camino que me empequeñecía y quizá me hubiera conducido a la muerte, por mano propia o ajena, si él no me hubiera abandonado. Sí, fue él quien se fue. Lo agradezco porque, si las circunstancias no lo hubieran llevado a tomar esa decisión, sin duda otro hubiera sido mi final. Es esa convicción la que me trae a
declarar para esclarecer el intento de asesinato de una mujer que, si bien no conozco, me es cercana; ella vivió la historia que probablemente hubiera sido la mía.

Habíamos estudiado la misma carrera y debimos coincidir en reuniones, eventos y espacios comunes. Sin embargo, no guardo ningún recuerdo suyo de aquella época. Fue hasta que ingresé a trabajar en el periódico que nos vimos, y se evidenció que habíamos transitado las mismas aulas sin causar impresión uno en el otro, o al menos eso pensé en aquel momento. En la redacción, él me guardaba respeto; a veces, hasta me sacaba de algún apuro de último minuto o me echaba la mano con una nota urgente. Más de una vez se amaneció conmigo en el trabajo sin que fuera su turno, solo por acompañarme. Parecía que me tenía en muy buena estima. Años después caí en la cuenta de que ese año de convivencia en Los Cuatro Suyos fueron más las veces en que lo oí narrar sus anécdotas de adolescente y recuerdos de infancia, que las que me dejó hablar, a menos que fuera para dar mi opinión sobre lo que él había dicho.

Luego de algún tiempo dejé el periódico y empecé a trabajar en una radio. Entonces se cortó nuestro vínculo, aunque a los meses Josh, –perdón, pero era así como se le conocía–, me buscó, estaba separándose y se sentía solo. Nunca tomé sus atenciones de un modo sexual o como insinuaciones, puesto que él estaba casado, condición para mí sagrada. Me limitaba a envidiar a
Roxana, su esposa, por tener de compañía a un hombre tan inteligente y sensible. Quizá deba señalar aquí que Josh nunca me pareció atractivo, todo mi interés se gestó en esas amanecidas en la redacción, en las que buscaba la forma de mantenerme despierta e interesada en sus historias. Pero es verdad que sembró una semilla que luego cultivó como un diestro jardinero.
Ahora veo que su cometido era parecer accesible pero lejano, amigable pero desinteresado, distante. Su estrategia había empezado a dar resultado.

Salimos al cine y a comer algunas veces durante ese periodo de separación, pero él y Roxana decidieron intentarlo de nuevo. Me alejé dolida porque creí que empezábamos a forjar algo. No sé si esa reconciliación fue real o no, el punto es que al mes él me llamó y concertamos una cita.

Fuimos a un conocido bar del centro, El Munich. Queda en un sótano en lo que sería la continuación del jirón de la Unión. Es famoso por su desvencijado piano de pared en el que un músico prodigioso anima a los clientes. Sus mesas redondas y gigantes, del tamaño de un barril, destacan entre la multitud que se congrega cada fin de semana. También es famoso por sus salchichas alemanas –que hacen honor al nombre del bar–, cuya receta sigue siendo secreta. Pedimos unas cervezas. Como lo vi demacrado y triste, asumí que la reconciliación con Roxana había fracasado. Reforzó esa idea el que me citara en un lugar tan concurrido y de que, al llegar, después del beso de rigor en la mejilla, me abrazara con fuerza, me mirara con nostalgia, elogiara cómo me veía, acariciara mi cabello largo y terminara tentando, con éxito, un beso en la
boca.

Como era de esperarse, no hizo ningún comentario sobre el estado de su relación. Hablamos de amigos en común, de películas, de libros, de lo mal que estaba la prensa. Seguimos besándonos. Fue recién al día siguiente, al intentar hacer planes con él para el fin de semana, cuando me dijo con total seriedad que tenía que pasarlo en casa con su mujer. Me quedé helada. Entiéndase
bien la escena, habíamos sostenido una cercanía por mucho tiempo y era la primera vez que teníamos relaciones sexuales, había sido un momento especial que yo asumía como el indiscutible paso a una relación seria. Por lo demás, Josh nunca había dado muestras de buscar amoríos, ni conmigo ni con otras mujeres, ni con nadie, al menos que fuera de mi conocimiento.

Sentí que mi error había sido no preguntar, ser cómplice de su silencio, según yo, para evitar removerle los duros sentimientos de la separación. Así que me tragué la indignación y la tristeza. Aunque debí haber hecho manifiesto su engaño y mostrar mi enojo pues de ese episodio se agarró luego mil veces, para dar por sentada mi “liviandad de cascos”. Lo que me llevó a interpretar,
años más tarde, que esa noche fue planificada para generar en mí la culpa de ser la amante, sin cuestionar su propia lealtad a Roxana, pues en todo caso yo era libre y soltera, el infiel era él. Pero…, este razonamiento tan sencillo no se puede producir cuando una se encuentra en las garras de un sentimiento que mezcla deseo y carencias afectivas. Él se había cuidado mucho de forjar lazos de respeto y amistad entre ambos, yo le tenía la confianza suficiente
como para no ser suspicaz. Al mismo tiempo, necesitaba de su interés y de su presencia. Entiéndase que las cosas ocurrieron así porque, como en un juego de ajedrez, ya había muchas piezas apuntándome.

Pasada esa cita siguió llamándome, pero lo evadí. Me había quedado el sabor amargo de una pequeña traición, pensaba que había eludido mencionar a Roxana para llevarme a la cama y el recurso me parecía burdo y mezquino. Lo había hecho jugando con el sentimiento que ya veía en mí y era real, era profundo y muchas veces agobiante. Quería de manera obsesiva a Josh,
pero aún guardaba un vestigio de orgullo.

Llegó la separación entre ellos y yo volví a caer en la trampa. Me pidió quedarse conmigo pues lo habían echado de casa. Yo vivía en un pequeño apartamento en Lince, había logrado independizarme con este nuevo trabajo en el que tenía una cierta estabilidad y estaba contenta. El ambiente en la radio era mucho más amigable, la gente mucho más abierta, yo venía bien recomendada. Lo vi llegar con una maleta y contarme hasta la madrugada la terrible decepción que había sufrido intentando recuperar lazos de afecto que ya estaban irremediablemente rotos. Se cuidó mucho de no incluirme entre las razones de su separación y se explayó, innecesariamente para mí, pero sí para sus planes, en los afectos que profesaba hacia Roxana. Eso fue otra dura estocada a mi ego.

Al día siguiente yo tenía que trabajar temprano, sin embargo, su confesión me pareció un acto indiscutible de amor cuando fue, en realidad, un ejemplo más de su egoísmo. Había producido lástima en mí, esa clase de lástima que a las mujeres nos provoca un espíritu de protección hacia el hombre y de rechazo a la ex mujer. De paso me había dejado ver las profundidades de su amor. Claro está, yo quería que me amara igual o más.

Fue entonces que empezamos nuestra relación, sobre los escombros de su rompimiento con Roxana. Es oportuno que lo mencione porque al menos por un año ella fue el fantasma que habitó entre nosotros. Todo reclamo mío de compromiso era eludido por el duelo de la separación, que aún no pasaba; toda exigencia de afecto era rechazada por las profundas heridas y
la maldad con que habían traicionado su corazón.

Después de un año desastroso en que no hacía más que sentirme mal por entregar todo mi afecto, dar mi espacio, mi casa, mi tiempo a alguien que estaba enamorado de otra mujer, él cambió. Usualmente no le preocupaba a dónde iba, ni con quién salía, ni si llegaba tarde por razones de trabajo o no. Empezó a prestar atención a mis horarios, iba a recogerme a la estación
de radio, al cine, al restaurante. Eso que a todas luces era el inicio de una estricta forma de control, de posesión, lo tomé como una señal de afecto. Pronto, todos mis tiempos libres eran dedicados a él o monitoreados por él. Pero el gusto no me duró nada porque comenzó a desconfiar
de cualquier acto que se saliera de la rutina, a sentirse amenazado por los hombres de mi entorno: compañeros de trabajo, jefes, amigos, ex parejas.

Pensé que cuando trabajábamos en el periódico, alguno de nuestros colegas se había jactado de conseguir algo conmigo –lo cual era mentira–, y que él había guardado esa idea en su interior. De lo contrario, no entendía por qué era tan obsesivo con repasar una y otra vez mi pasado. Él no necesitaba ninguna excusa para desconfiar, quiso verme siempre como una mujer infiel, por
tanto formó y construyó ese modelo que le daba poder absoluto sobre la relación.

Vivimos con sus celos un año más. Aunque todavía no lo sentía como una carga, me daba cuenta que era más el tiempo que pasábamos en tensión que en armonía. Opté por mentir o por ocultarle cosas, por tanto, siempre tenía miedo de que las descubriera, aunque fueran asuntos ridículos o insignificantes como la celebración del cumpleaños de un compañero en un restaurante o la fiesta de un amigo. Fue en medio de esa situación que él empezó a alejarse, se hizo frío, esquivo y terminó planteando que necesitaba un tiempo, su propio espacio. Me desesperé, aunque se desvivía repitiendo que no era mi culpa, al mismo tiempo me hacía sentir que lo era. Tuvimos conversaciones agotadoras sin llegar nunca al meollo del asunto. A la semana
cogió la misma maleta con la que había llegado y se fue. Yo me quedé en la desolación total, pensando que había sido descubierta en alguna de mis mentiras piadosas y que él había reafirmado la imposibilidad de confiar en mí.

Al mes me encontré con Alejandro, un amigo de la universidad, al que no veía hace mucho tiempo, quien nunca supo de mi relación con Josh, pero que lo conocía. De manera casual él lo mencionó y me contó que se casaba, “imagínate”, dijo, “con una gringa”. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no desmoronarme sobre la mesa. Seguí comiendo, aunque los alimentos
me herían como si estuviera tragando navajas. Ese momento, que desde mi perspectiva se debería llamar “segunda traición”, desde el punto de vista de Josh debe haber sido: “segunda y definitiva estocada al ego, prefiero a otra que no eres tú”.

Era posible que sus celos apabullantes tuvieran como objetivo distraerme de controlarlo a él, de preguntar lo que hacía, porque estaba claro que a esa gringa la había conocido mientras estaba conmigo y que se había ido directamente de mi casa a su cama. Me sentí estúpida, me sentí
triste, pero el pensamiento que vino a mí con más fuerza fue, ¿por qué ella y no yo? Debí darme cuenta de que él había sido un pendejo y que lo que correspondía era decirme, ¡qué bueno que fue ella y no yo! Sea como sea, superé esa dura etapa, con la compañía del mismo Alejandro. Nos habíamos gustado mucho desde antes pero no había habido ocasión de acercarnos
y fue entonces que hallamos la forma de alimentar nuestros cuerpos para distraer el alma. Ninguno buscaba nada serio, intentábamos desprendernos de personas que nos habían limitado y hecho sentir culpables en formas similares, así que fue una etapa de soporte y silencio que nos sostuvo a cada uno, en su propio infierno por olvidar. Necesitábamos esa seguridad
en presencia, esa libertad en ausencia.

Al año y medio, Josh quiso verme. Habíamos cortado todo vínculo, yo no sabía cómo le había ido ni en su matrimonio, ni en su vida. Había renunciado a los lugares y amistades comunes, había inventado una nueva geografía de mi ciudad, una que me diera la seguridad de no encontrármelo. No fue tan difícil porque Alejandro vivía hacia el norte y entonces mi rutina cambió en esa dirección. Como me sentía fortalecida, acepté el encuentro. Me pareció que era una forma de cerrar ese capítulo en mi vida. Sin embargo, el plan de Josh era otro y la relación volvió a empezar.

Un día me preguntó si había salido con alguien cuando nos separamos, le dije que no. Algo de lucidez me quedaba como para ocultar lo ocurrido, para proteger y defender mi propia intimidad. Aunque a todas luces era absurdo que él se enojara, en ese mismo periodo él había estado casado con otra mujer. Pero insistió e insistió hasta abandonar el tema o al menos eso me hizo
creer.

De pronto dejó de contestar llamadas. Preocupada, fui a su casa un día tarde para no correr el riesgo de no encontrarlo. Su habitación era un desastre y él estaba bebiendo y fumando con seguridad hace varios días. Me habló con melancolía, como si la fatalidad ya nos hubiera alcanzado. Dio vueltas para confesar que el último día que estuvo en mi casa llamó su atención un
papel azul guardado entre las páginas de mi diario y lo leyó; le había dolido mucho encontrar escritas con gran pasión unas líneas sobre Alejandro.

Mi primera reacción fue el enojo. Estallé, le grité en la cara que sí, que inicié una relación para salir de la depresión en la que me había dejado su traición, su matrimonio, y que, si Alejandro no me hubiera acompañado, seguro habría sucumbido a la tristeza. Le dije que era una lástima que no hubiera leído el resto del diario donde hablaba solo de él, de un Josh que jamás me
amó.

Al verme en tal estado, se culpó por no comprometerse, por darle largas a un sentimiento que me profesaba hace mucho, por engañarme, por herirme, por dejarme sola. En fin, asumió todas las culpas que yo le había señalado y otras nuevas que se inventó en ese momento. Dormimos apretados, unidos para siempre por el rencor y el odio, pero creyendo que nos amábamos. ¡Qué tonta fui al pensar que se podía amar sobre toda esa mierda de sentimientos encontrados!

La ilusión fue más poderosa que yo, finalmente teníamos un compromiso: confesó amarme. Había alcanzado ese ansiado amor del que gozaron Roxana y la gringa. Nos mudamos juntos. Pronto tuve el anillo de compromiso, fechas posibles, pero volvió a controlar mis salidas y a alejarme del resto del mundo. No me lo prohibía, pero me hacía saber con timidez lo tontos que le parecían los comentarios de fulanito, lo mal que lo miraba zutanito, lo opuestas que eran las opiniones de menganito y así, continuamente existía alguien con quien no quería, no podía, o era un dolor de cabeza socializar.

Como mi familia tampoco lo quería mucho, le fue muy fácil hacerse a un lado y tuve que acortar mi relación con ellos también. Nuestra vida seguía siendo tortuosa y esquizofrénica. Unos días era amoroso y se me pegaba como lapa. Otros, era serio y se encerraba a trabajar, sin darme bola, y yo pensaba que algo malo pasaba. Me tenía siempre en el filo de la desolación, sin
confesar la desconfianza que lo carcomía por dentro. Mientras, mi meta era lograr lo mismo que obtuvieron otras; si el amor ya lo tenía, me faltaba la boda.

Las cosas se complicaron más. Cuando yo empezaba una discusión doméstica me salía con algún problema filosófico. Si yo reclamaba que no se ocupaba de algo en casa como lavar los platos, me hacía un detallado recuento de la etimología de la palabra para demostrar que en un pasado remoto la palabra tenía similitud semántica con su opuesto y que, por tanto, ocuparse
de los platos venía a ser lo mismo que descuidarlos. Todo ello partía no de sus profundos conocimientos lingüísticos, sino de la convicción de que él era un ser superior como para dedicarle tiempo a nimiedades de la vida cotidiana. De otro lado, le gustaba resolver problemas con dinero, el que parecía sobrarle como para tirar los platos sucios y comprar otros o dejar de lavar ropa por semanas enteras y comprar nueva para suplirla. Sin embargo, cuando se trataba de repartir cuentas conmigo, no cedía en nada, todo a la mitad y con calculadora. A mí me irritaba esa manera ociosa e irresponsable de hacer las cosas.

Aunque encontramos la forma de resolver con sexo las tensiones de la vida diaria, pronto esa solución nos pasó la cuenta y salí embarazada. No me veía criando un hijo en el infierno de esa relación que sabía estaba más cercana al flechazo de un cupido satánico que al de un querubín. Le propuse un aborto. Él insistió en su deseo de ser padre, quizá por la misma carencia afectiva
en la que había vivido hace muchos años pues sus padres habían fallecido cuando él apenas entraba a la universidad.

Un día llegué temprano a casa porque me sentí mal y recogí el correo, en él venía una carta para Josh de una prestigiosa universidad norteamericana. Fue entonces que me enteré de que estaba postulando para seguir estudios fuera. Con esa carta en la mano y la inseguridad del futuro di por cerrada la discusión de ser padres. Aborté. Él lo tomó como prueba de mi egoísmo, porque del suyo era incapaz de darse cuenta.

El no ser padre lo sumió en la tristeza. Luego he creído ver en ese deseo un paso mucho más maquiavélico que los anteriores; la etapa del chantaje emocional, de la dependencia total, que felizmente no alcancé. Quería que yo estuviera atada a él para siempre, no por amor, sino por la sola consumación de su necesidad de poseerme.

Fue el momento más tortuoso de la relación, de una oscuridad interior profunda –como la del sombrero–. Me celaba hasta del chofer de un micro si me veía viéndolo por puro descansar la vista en algún punto. Empezaba la acusación y mi defensa, inútil y absurda. Recurría una y otra vez al argumento de mi libertinaje, añadiendo ahora mi egoísmo, mi frialdad..

A medio año se fue a los Estados Unidos prometiendo regresar por mí. A la distancia, ese mismo infierno diario se hizo todavía peor porque no llamaba, porque no respondía, porque pasaba meses demasiado ocupado. Ni siquiera se atrevió a romper la relación, sino que me enteré por terceros de que salía con alguien más.

Distanciarme de él fue suficiente para recuperar mi autoestima y salvarme. Postulé a una beca para estudiar en Europa. España había sido siempre mi gran anhelo. Con esa conquista personal en mis manos le avisé que mandara a alguien por sus cosas, pues me había dejado todo para crear la ilusión de que nuestra relación continuaría, seguramente por la pura pereza de no hacerse
cargo de nada. Actué de manera civilizada y no di todo al ropavejero, como era el consejo de mis amigos. Hasta el anillo de compromiso se lo devolví.

Quizá sabiendo que me perdería para siempre, me llamó desde Estados Unidos para consultar si quería que nos viéramos antes de que yo emprendiera ese viaje a España. Regresaba a la ciudad por unas semanas en sus vacaciones de primavera. Eso venía luego de negativas y negativas
de resolver de manera civilizada nuestra relación, de que diera la cara y confesara que veía a otra, de que tomara en serio el que fuera nuestro noviazgo. Así que tuve el placer de decirle que no, que no lo quería ver, pero ni en pintura, que si me veía en la calle se cruzara la vereda porque
si yo lo tenía enfrente, lo que haría era estrellarle encima lo que tuviera delante. Y en efecto, no lo volví a ver nunca más. Aún hoy se me revelan muchas formas de esa adicción que vivimos, pero no quiero extender un relato que me hace quedar mal a mí en la misma medida que lo perfila a él.

Lo que no he dicho, porque yo misma me avergüenzo de confesar, es que, en una reunión de un compañero de trabajo, a la que aceptó ir, se empeñó en maquinar una complejísima sarta de claves ocultas por las que yo me comunicaba y coqueteaba en secreto y a sus espaldas con uno
de mis colegas, que encima a mí me caía muy mal. O sea que no había forma de que yo ni por asomo o por descuido coqueteara con él, o que tuviera en él algún interés oculto. Lo afronté en la calle, mientras esperábamos un taxi y fue entonces que me levantó la mano. Tenía toda la intención de seguir con los golpes, pero alguien salió de la fiesta a alcanzarnos la cámara que yo
había olvidado dentro. Luego subimos al taxi y él no cesó en disculparse por la agresión; al mismo tiempo, trataba de justificarse diciendo que la culpa la tenía yo por no ser confiable.

Un episodio similar ha sido contado por su actual esposa para explicar cómo se inició la violencia entre ellos. El modus operandi del cupido satánico inicia eligiendo una mujer con urgente necesidad de amor, luego construyéndola como falsa y traicionera, así, el amor que ella anhela –que la existencia de otras mujeres parece probar–, nunca será alcanzado y él tendrá la justificación
para ejercer el control y la violencia. Ese amor nunca existió, es el odio a las mujeres lo que siempre dirigió todos sus actos. Agradezco a la ilustre University of Calix por la beca de estudio que lo alejó de mí. Espero que este testimonio ayude a esclarecer el juicio contra Joshua García por intento de homicidio y de esa manera evitar que otras mujeres tengan un destino
fatal.